Un cuento para dormir

Pequeña, de tez blanca y nariz respingona, envuelta en capas y capas de mantas color pastel. La amarillenta luz de la lámpara iluminaba sus pequeñas pecas, ésas que tanto le gustaban a su padre y que le recorrían las mejillas de principio a fin. Su pelo, del color de la miel, se extendía sobre las almohadas dibujando curvas que se cruzaban como si fuese obra del viento moviendo un pincel.
- Voy a contarte una historia. - Le dijo su abuela mientras le recogía el pelo detrás de la oreja izquierda. - Un día me la contaron a mí y hoy, cincuenta años después, será el cuento que escuches antes de lograrte dormir.

- Es la historia de un castillo; pero no un castillo cualquiera, era el castillo más alto que jamás te hayas podido imaginar. Cada una de sus piedras pesaba toneladas y nadie pudo contarlas todas, todos se perdían en sus cuentas una y otra vez.
Un día, un precioso día, con un sol espléndido, una de las princesas se asomó por su ventana. Era una ventana no muy grande, pero sí lo suficente para poder ver el sol, sentirlo y, los que miraban desde abajo, decían que daba la sensación de que estaba tan cerca del cielo que la princesa casi podría tocarlo.

Lo cierto es que esta historia no tendría mucho que envidiar a los cuentos que te leo cada noche, de no ser por el final, pero continúo; ya llegará.

Tras observar el cielo durante algunos minutos, la princesa dirigió su mirada hacia el horizonte. Las colinas, con un verde asombrosamente brillante, reflejaban los rayos de sol como pequeños espejos y tintineaban como las estrellas tras ponerse el astro rey. De pronto, se percató de que algo se movía rápidamente en dirección al castillo. "Es un animal", pensó. "Algún caballo que se habrá extraviado y vive recorriendo los campos sin control". Y estaba en lo cierto, era un caballo, pero no se había extraviado, ni corría solo. En su lomo, aferrándose con fuerza a las riendas, viajaba alguien; aunque aún no podía percibir del todo su rostro, sin saber por qué, su corazón se fue acelerando. Se acercaba realmente rápido. De pronto, tras frenar en seco a no más de veinte pasos de su ventana, él la miró a los ojos.

Así fue como se conocieron.


Tres vidas después, como el jinete que se encuentra un castillo por casualidad, se volvieron a encontrar. Esta vez no había castillo, ni princesa, ni príncipe, ni caballo que montar. Solamente un bonito cuento que contar.

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